"En tiempos de cambios profundos, los que saben aprender heredarán la tierra, en tanto que los que creen saberlo todo se encontrarán bellamente dotados para manejar un mundo que ya no existe más."
Eric Hoffer.
Se agotó el
concepto de enseñanza tal cual se ha concebido en los últimos siglos, de la
misma forma que en su momento se agotaron algunas fuentes de energía o,
sencillamente, dejaron de tener vigencia o utilidad tras alguna de las
revoluciones que provocaron determinadas transformaciones. Muchos de los paradigmas que terminaron por imponerse en algún momento
contaron con la resistencia, incluso la negación y la oposición, de cuantos se
sentían desconcertados por la espiral con la que nos envuelven los cambios no
decididos.
Sea como
fuere, el cambio se trata de una realidad, un hecho tan controvertido como
incontestable. El entorno donde se juega el aprendizaje de la persona ya no
depende –si alguna vez lo hizo- de la decisión de los educadores, de los padres,
de la familia, de los profesores… El
mundo referencial para el niño y el joven se ha dimensionado exponencialmente,
y la incidencia de las estructuras tradicionales resulta –como siempre-
fundamental y necesaria, pero no podemos
seguir negando la nueva configuración e incidencia del entorno de aprendizaje
que se abre paso.
El paso de la
escuela del contenido a la escuela de la experiencia y la iniciativa no sólo
está disolviendo la delimitada frontera que existía entre la enseñanza y el
aprendizaje, también entre educadores y educandos, sino que genera esa necesaria y preciada incertidumbre por
la que suelen dar comienzo las mejores aventuras, también las educativas.
De este modo, el educador que vive y
construye en este nuevo entorno de aprendizaje desarrolla unas competencias muy alejadas del estereotipado dispensador
de contenido.
1. El educador impulsa a valorar. Se trata de
ganar la relación educativa desde la razón, el diálogo abierto, la
participación. Así, la aproximación a la
propia persona se convierte en un elemento indispensable, generando algo tan
potenciador como la construcción de la conciencia de sí y la toma de conciencia
del entorno en el que nos desenvolvemos.
2. El educador ayuda a aprender. Se refiere a
ganar la relación educativa desde el gusto por el descubrimiento y el
aprendizaje. La relevancia del docente no se basa en el dominio exquisito de
unos contenidos; ya existen grandes expendedores de contenido y conocimiento a
un clic de distancia. La habilidad para sostener esa experiencia de
aprendizaje, para mantener la capacidad de asombro ante los descubrimientos
resulta decisiva.
3. El educador alienta a pensar. Se trata de
ganar la relación desde la libertad. El juicio crítico y creativo se forma
desde los primeros años; se puede fomentar, incentivar y premiar la aportación
de soluciones distintas a los mimos planteamientos. Pero, sobre todo, se puede
generar un hábito principal para la persona a lo largo de toda su vida: el
pensamiento, y con él, la perspectiva.
4. El educador enseña a amar. Se refiere a
ganar la relación desde el afecto, las emociones. Quien tiene el corazón de la
persona lo tiene todo. Aprender a amarse para amar apasionadamente la realidad
que se descubre, se vive, se experimenta y se transforma. El desarrollo de la
persona va asociado a su equilibrio personal y el equilibrio con que incorpora
la vida, el conocimiento, la experiencia, las relaciones… Aprender a querer es
principio y motor; lo emocional impacta hacia dentro y hacia fuera. Nos cambia
el amor y provocamos cambios por amor.
Después de todo, desde la
antigüedad clásica se ha tenido la lúcida convicción de que la autoridad no se impone, más bien se concede. Poco más y poco menos, como
educadores, que mostrarnos dispuestos a
acompañar procesos, sugerir caminos, apuntar horizontes y generar esa confianza
necesaria donde el aprendizaje es experiencia, una hermosa suerte de
interacción en medio de entornos abiertos y cambiantes donde todos ganan.
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